Homilía en la Parroquia de San Josemaría Escrivá de Balaguer
Ciudad de México, 26 de junio de 2023
Queridísimos hermanos y hermanas,
Hoy celebramos, con amor filial y gran gozo, la memoria de San Josemaría Escrivá. Lo invocamos y le pedimos que siempre despierte en nosotros, nuestra vocación a la santidad. Todos estamos llamados a ser santos, porque el Señor, nuestro Dios, es santo (Lv 19,1). Hemos sido destinados a ser santos porque Dios nos ha llamado a ser sus hijos adoptivos en Jesucristo y a participar en su misión redentora. San Pablo escribe a Timoteo: “Dios nos ha salvado y nos ha llamado con una vocación santa, ya no en base a nuestras obras, sino según su proyecto y su gracia. Esta nos ha sido dada en Cristo Jesús desde la eternidad, pero ha sido revelada ahora, con la manifestación de nuestro salvador Jesucristo (2 Tm 1,9-10).
La luz de la vocación a la santidad lleva a considerar de modo nuevo los talentos de cada uno de nosotros y las situaciones en las cuales se encuentra, comprendidas las adversidades y los obstáculos. En particular, San Josemaría llama la atención en el hecho de que la vocación humana – es decir – la vocación profesional, familiar, social, política no se opone a la vocación sobrenatural, más aún, es parte integrante de ella. Así, donde la providencia paterna de Dios ha puesto al hombre, allí el hombre recibirá las gracias necesarias para santificarse y para ser instrumentos de santificación.
Dios no solamente llama a todos, sino que todos están llamados igualmente a la santidad. No hay cristianos de segunda clase, que deben practicar solamente una visión reducida del Evangelio. San Josemaría aplica esta doctrina a los sacerdotes seculares y a los laicos: “Por su común vocación cristiana – como exigencia del único bautismo que han recibido – el sacerdote y el laico deben aspirar, igualmente, a la santidad […]. Esta santidad, a la cual estamos llamados, no es superior en el sacerdote respecto al laico porque el laico no es un cristiano de segunda clase. La santidad, en el sacerdote y en el laico, no es otra cosa que la perfección de la vida cristiana, la plenitud de la filiación divina, porque todos, a los ojos de Dios Padre, somos hijos del mismo modo”.
Y sabemos que la llamada a la santidad es una llamada radical a la perfección y está dirigida a todos. Y alguno ha hecho notar que “si el radicalismo del Evangelio es una característica del camino cristiano en el seguimiento de Cristo – y lo es ciertamente – no puede al mismo tiempo significar que la perfección cristiana es posible solamente a una categoría de cristianos. La vocación a la santidad es una llamada a desarrollar y hacer crecer la semilla de la santidad que todos hemos recibido en el bautismo. En efecto, la semilla bautismal de santidad se puede desarrollar plenamente en las condiciones normales de una vida de trabajo, de familia y de empeños sociales, queridos por Dios desde la creación del hombre, no menos de cuanto pueda crecer en la vida consagrada. Ser santo es imitar a Cristo, vivir con Cristo, en Cristo y para Cristo. Ser santo es acoger con corazón generoso nuestra adopción de hijos de Dios”. En efecto, “Dios nos ha bendecido en Cristo y en Él nos ha elegido antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados frente a Él en la caridad, predestinándonos a ser para Él hijos adoptivos mediante Jesucristo” (Ef 1,4-5). Ser santos significa imitar a Jesucristo, obrar como Él ha obrado, amar como Él nos ha amado, perdonar como Él nos ha perdonado. No condenar a nadie como Él no ha condenado a la mujer adúltera, ordenándole ya no pecar más.
Seguramente hoy en su memoria, San Josemaría nos pide escuchar atentamente la voz de Jesús que exhorta a sus discípulos a no juzgar para no ser juzgados. El término juzgar aquí se entiende como condenar. La afirmación es muy exigente y grave. Dios en efecto pronunciará su juicio sobre nosotros del mismo modo como nosotros lo formulamos sobre los demás. Quien quiere un juicio generoso y misericordioso, debe usar generosidad y con los hermanos y las hermanas. Al contrario, quien juzga de modo frío o incluso de modo severo o malévolo, recibirá el mismo tratamiento. Del resto, también en la plegaria del Padre Nuestro, Jesús nos hace decir: “Perdona nuestros pecados como nosotros también perdonamos a quienes nos ofenden”.
Todos somos siempre muy indulgentes con nosotros mismos y muy duros y extremamente severos con los demás. Hemos de estar atentos a no considerar la “paja” en el ojo de los demás, mientras somos más que indulgentes en tolerar la “trabe” que está en nuestro ojo, muy frecuentemente y que incluso ni siquiera la vemos o la ocultamos. Es un modo de vivir y de concebir la vida cotidiana que la hace más violenta, más amarga para todos y más tensas las relaciones dentro de la familia. La actitud de condenar brota de un corazón duro, un corazón que no ve, que está cerrado y busca sólo defender su propio pequeño y triste habitáculo; un corazón ciego que no ve los propios defectos. Y para hacer esto debe condenar a los demás. Jesús advierte a sus discípulos que no tengan un juicio condenatorio para los demás. Sin embargo, esto no debe significar desinterés. Más adelante Jesús hablará de la corrección fraterna. Pero ya ahora podemos decir que el Evangelio pide a cada discípulo de Cristo que esté atento al otro con amor, respeto y preocupación fraterna y amistosa. En este sentido el amor por los otros requiere atención y juicio, pero hecho con misericordia, firmeza y caridad.
No debemos condenar, ni juzgar a nadie porque dice Jesús: “Yo no juzgo a nadie” (Jn 8,15). En cambio se pide que el discípulo tenga una actitud de ayuda y de corrección para los otros, si ellos lo necesitan. La corrección fraterna nace de una mirada de amor y del deseo de ayudar al otro a crecer en la verdad, la dignidad y el bien, se nutre de la certeza y la confianza de que el Señor dona a cada uno la verdadera libertad interior y el propio crecimiento sspiritual.
Oremos a san Josemaría y pidamosle la gracia de seguir sus huellas hacia la santidad, confiémonos a María Santísima para que, con su ayuda, podamos realizar nuestra vocación a la santidad.
Card. Robert Sarah
Prefecto emérito de la Congregación para el Culto divino y la Disciplina de los Sacrament
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